27

Jun

2022

Artículo de opinión

«Todos vuelven (o deberían)»

Todos vuelven, o deberían. De una forma o de otra, sea para seguir haciendo en su país lo que nadie pudo impedirles hacer fuera, ―escribir―, o porque quien sí regresó fue la obra que escribieron en el exilio.

Por Crisanto Pérez Esain. 27 junio, 2022. Publicado en El Peruano, el 25 de junio de 2022.

¿Qué tienen en común autores tan, en apariencia, disparejos en épocas e intereses como Ovidio, Dante, Joyce, Salaverry, Manuel González Prada, Santos Chocano, Ramón J. Sénder o Vargas Llosa? Más allá de su calidad y de disponer de su propio lugar en el ascenso al monte del Parnaso; ahí, bien pegaditos todos cerca de su cumbre, comparten una misma experiencia vital, la del exilio.

La palabra exilio tiene desde su origen latino ―exilium― un significado que no deja lugar a la duda: ‘fuera de aquí’ o, si se quiere, de manera más impersonal, aunque no menos dolorosa: “separación de una persona de la tierra en que vive” (DLE 2014).

Los motivos suelen ser, sobre todo, políticos. En ocasiones, como en el caso de Dante Alighieri, no se dan los cambios que posibiliten el regreso a su país, antes de que sobrevenga la muerte del desterrado y, entonces, la tierra que no pudo pisar en gran parte de su vida sufre el castigo de no albergar sus restos por la eternidad, y ofrece al turista y el ciudadano una tumba vacía que denuncia para siempre la absurda condena que recibió el poeta.

Si bien no todos los exiliados son escritores, es común, sobre todo en el primer siglo de vida republicana del Perú, que estos cumplan con el requisito casi imprescindible para ser exiliado: dedicarse de un modo u otro a la política. Ellos lo hacían desde el gobierno, la oposición o el periodismo. Ángel Rama lo explica, en La ciudad letrada, por la necesidad de que las personas cultas de cada naciente república americana se dedicaran a su gestión, por lo que no era raro que alguno de estos escritores llegara incluso a presidente (Mitre o Sarmiento en Argentina o Rómulo Gallegos en Venezuela, entre otros).

El exilio ―nada recomendable para nadie― resulta más pernicioso para un escritor, a quien se le aleja del objeto de sus escritos y de sus lectores originarios, su destinatario. Por más que se arguya que la patria del escritor es su lengua, la privación de objeto y destinatario solo puede entenderse como una amputación, que acentúa el dolor que la separación del mundo conocido genera en su dimensión personal, ajena a las veleidades literarias. Lograrán regresar algunos, pero quizás demasiado tarde. Como soluciones, planearán la sombra del silencio creativo ―no habría ya una fuerza inspiradora más poderosa que la nostalgia― o el regreso al país que otrora lo acogiera, algo que le sucedió al escritor español Ramón J. Sender, quien terminó sus días en San Diego, luego de un conato de regreso a la España democrática.

Están también quienes se van voluntariamente, en un autoexilio pretendido, con el que buscan alejarse de la opresión moral o espiritual que consideran cohíbe o adormece su nervio creador,, como se aprecia en James Joyce, escritor irlandés según él, a pesar de Irlanda; o nuestro Vargas Llosa, que entrelaza en El pez en el agua las dos veces en que emprender viaje a Europa y ver al Perú desde la distancia resultó necesario para sumergirse en los mares, siempre tan favorables para él, de la escritura.

Sea un exilio voluntario o por un castigo, además de la patria del idioma, muchos escritores suelen recurrir a la infancia como lugar de encuentro con un mundo que se extraña al comienzo, con la distancia de los kilómetros, y después con la de los años. Resulta ella un refugio inamovible, ideal, útil también para explicar las claves del mundo antes de que comience a cambiar. Algo así le sucede a otro de nuestros mejores escritores del siglo XX: Julio Ramón Ribeyro. Con él, luego de cuarenta años en París, la infancia como tema de sus cuentos se consagra como algo estable y definitivo, todo lo que no es la vida adulta, y más aún cuando tantos años de ausencia del Perú le impiden identificar del todo el país real que percibe con sus ojos en cada regreso con el trazado por él en el tapiz de la memoria.

Todos vuelven, o deberían. De una forma o de otra, sea para seguir haciendo en su país lo que nadie pudo impedirles hacer fuera, ―escribir―, o porque quien sí regresó fue la obra que escribieron en el exilio. Sucedió así con Ovidio, castigado lejos de Roma, en el Ponto, en épocas donde lo común hubiera sido la pena de muerte. Lamentó el exilio como una muerte en vida, pero siguió escribiendo. Después de una larga vida literaria destinada al amor, pasó a escribir sobre la tristeza del destierro, lejos de la familia, de los amigos y de Roma. Dio a sus versos una misión muy clara, que llegaran a ser leídos allá: «Ve en mi lugar y contempla Roma, tú que puedes; ¡ojalá los dioses me concedieran ser mi libro!» (Tristes, 79).

Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.

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