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Abr

2024

La cultura algorítmica y sus daños colaterales

Es muy probable que varias veces hayamos leído un libro o visto una película solo por pura recomendación; porque algún amigo, profesor o familiar nos convenció de que tal o cual autor o director es maravilloso y que, por tanto, haríamos mal en no apreciar su arte.

Por Alberto Requena. 29 abril, 2024. Publicado en El Peruano, 27 de abril del 2024.

Hoy en día, en la era de la llamada inteligencia artificial y de las redes sociales digitales, el panorama está teniendo una serie de ajustes y matices algo particulares. Los servicios de películas online llegan a indicarnos que tal película tiene un 27% o un 98% de probabilidades de gustarnos. Al abrir nuestra red social favorita descubrimos que hay publicidad “espontánea” de algo que necesitábamos y de lo cual habíamos pensado solo hace unas horas. E incluso nuestra red de videos favorita ordena y preselecciona los contenidos que aparecen como prioritarios. De hecho, nada de esto es secreto, sabemos que todo es el resultado de la aplicación de algoritmos matemáticos en el uso y funcionamiento de Internet como una forma para ofrecernos recomendaciones optimizadas a nosotros, personas ávidas de nuevos productos o servicios.

No todo es color de rosa. Si bien sabemos que esas “sugerencias” pueden ser interesante y hasta beneficiosas, la utilización de los algoritmos para el posicionamiento de marcas, según el perfil de las personas, ha cruzado la línea desde hace varios años. Y es que el tema es sencillo. Hay un uso indebido de nuestros datos personales que son recopilados –desde que ingresamos a Internet–, ya sea por medio de páginas web, aplicativos para móviles o redes sociales.

En gran parte, nosotros, como usuarios, validamos todo este descontrol al aceptar (muchas las veces), sin ningún tipo de duda, los términos para acceder a dicha web u otros. De hecho, al instalar algún aplicativo, simplemente, damos clic en “aceptar”, sin leer en absoluto las posibles advertencias que el creador o proveedor de ese servicio se ve obligado a comunicar. De esa manera “regalamos” nuestra valiosa información a cambio de algún artilugio digital.

Todo lo anterior es aún más complicado o peligroso de los que parece. No solo brindamos nuestra información gratuitamente, sino que también dichos datos son utilizados como materia prima para crear perfiles de usuario muy sofisticados y así se puede saber cómo llegar a nosotros con nuevos libros, películas, vestimenta de moda, artefactos, planes de viajes, opciones de ahorro, relojes y un largo etcétera.

Hasta aquí, esto era de esperarse; sin embargo, un problema más grave no se suscita en el terreno de las compras, sino en el plano intelectual. Estos perfiles se convierten en herramientas para sugerir ideas, pensamientos u opiniones; y, así como nos podemos topar con la sugerencia de un libro, más adelante podremos encontrarnos con el contenido de un autor, un político, un artista que “coincidentemente” piensa lo mismo que uno. Al principio, esto es emocionante, porque tenemos la impresión de que vamos encontrando personas que piensan, sienten y razonan como lo hacemos nosotros.

El algoritmo nos estaría “ayudando” a encontrarnos con otros como nosotros, lo cual (sin hacer ningún tipo de ejercicio crítico) podría parecer una maravilla. Lo cierto es que podríamos estar cayendo en la trampa de la falsa comunidad. En cierta medida, nos vamos adentrando en una burbuja cultural en donde todo coincide con nuestras expectativas, afirmaciones y valores. Nadie en este espacio de confort nos critica ni osa cambiarlo. Cada búsqueda de Google, imagen de Instagram, película de Netflix o video de YouTube no cuestiona nada de mi mundo, al contrario, lo fortalece y demuestra que otros son los que se equivocan al no ser como uno.

Para salir de esta “cultura algorítmica” debemos reconocer que estamos viviendo en una isla digital. No hay salida si no logramos desarrollar perspectiva y darnos cuenta de que hemos estado siendo sugeridos y hasta manipulados una y otra vez, con la oferta o “aparición” de objetos y servicios, pero también con pensamientos y, por qué no, con ideologías.

El gran problema de fondo es que se ha reducido conceptualmente al ser humano, a la persona, a un mero consumidor: un cliente dopado. La parte ha desplazado al todo. Nos contentamos con no elegir y no pensar. Nuestra libertad se está viendo afectada porque no la ejercemos y así, nuestro sentido común es cada vez menos común.

Es necesario contrarrestar esta situación hablando en familia, con nuestros hijos, sobre los riesgos que enfrentamos. Más aún cuando se ha iniciado el desarrollo irreversible de la IA. Urge que las generaciones que nacieron después de Internet descubran los grandes beneficios de conversar cara a cara, el valor profundo de estar “desconectado” o la importancia de discrepar alturadamente sin morir en el intento.

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