Ya desde el primer vistazo –decía André Coyné– el lector de Trilce tiene que fijarse en la importancia excepcional conferida a la palabra. La poesía castellana, profundamente conmovida por el ultraísmo, buscaba nuevos cauces, pero Vallejo no se adhiere a ningún movimiento o corriente, sino que indica un esfuerzo personal especialmente enderezado hacia una nueva […]

Por Carlos Arrizabalaga. 13 febrero, 2012.

Ya desde el primer vistazo –decía André Coyné– el lector de Trilce tiene que fijarse en la importancia excepcional conferida a la palabra. La poesía castellana, profundamente conmovida por el ultraísmo, buscaba nuevos cauces, pero Vallejo no se adhiere a ningún movimiento o corriente, sino que indica un esfuerzo personal especialmente enderezado hacia una nueva justificación del idioma.

 

El 31 de enero finalizó la exposición “César Vallejo: El poeta y el hombre”, reconocida muestra que el prestigioso Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), puso en marcha el pasado año en Lima y que llegó a Piura el 9 de diciembre, gracias al encomiable esfuerzo de la empresa Petrobras, con el apoyo de la Municipalidad Provincial de Piura.

Han sido unas fechas muy malas para una exposición tan interesante, porque un aporte así mereciera la visita de los escolares (mejor para los últimos años de Secundaria) de colegios públicos y privados de toda la región, y ya en verano era imposible cualquier intento. A cuentagotas, tres o cuatro curiosos y algún turista se acercaron, molestando incluso a los conserjes –con los paneles a sus espaldas (y es que el espacio expositivo estuvo mal planteado ya en planos)– que atienden calmosamente a los escasos interesados. Ya terminó  pero si todavía alguien lo desea puede entrar a verla –solo que los videos no funcionan– porque Vallejo ha quedado varado en Piura, casi igual que los colombianos tras Ayacucho, sin que se sepa cuándo retirarán sus valiosas reliquias de esas salas del segundo piso de la Pinacoteca.

Sepan que entre cartas y tarjetas autógrafas del escritor, casi a un costado, han puesto como si nada un ejemplar rarísimo y sin duda valioso de la primera edición de Trilce (no hay ninguno a la venta, pero algunos de la segunda edición –madrileña– se venden en Internet der 500 a 620 euros).

Salió de los Talleres de la Penitenciaría de Lima (el viejo Panóptico), hace justamente noventa años, con 121 páginas más el prólogo de Antenor Orrego; dieciséis carillas que llegaron a sus manos cuando ya el poeta había enviado a la imprenta el texto, con lo que tuvieron que volver a imprimirse los primeros pliegos. Eso aumentó en tres libras el precio de los 200 escasos ejemplares que mandó hacer el joven profesor del colegio Guadalupe, los que luego venderían a 3 soles sin mucho éxito, porque se les hizo un vacío descomunal. Nadie entendía nada y todos pensaron que era una broma o una tontería de esos literatos tan muchachos.

Cuenta Juan Espejo que él y Francisco Xandóval compartían un humilde alojamiento en los Barrios Altos con Vallejo y que así salió por inspiración fortuita ese neologismo numérico (Coyné dixit), que jugando con el tres (el triste y el dulce al instante se asocian) salió Trilce. El primitivo título –horrible–  de “Cráneos de bronce” que había pensado Vallejo (junto con otros varios), quedó por fortuna reemplazado. Qué difícil inventarse una palabra y más difícil aún que todo el mundo la conozca y que tenga su propia entrada en Wikipedia.

Así salió el libro que muchos consideran el “más audaz” de la poesía contemporánea en castellano (Julio Ortega dice ahora “el más radical”, para usar una palabra de moda y llevárselo a su molino), y podría pensarse que como que jugando con el lenguaje Vallejo había escrito el primero y el más difícil de todos los poemas que lo componen:

Un poco más de consideración

en cuanto será tarde, temprano,

y se aquilatará mejor

el guano, la simple calabrina tesórea

que brinda sin querer,

en el insular corazón,

salobre alcatraz, a cada hialóidea grupada.

Según el propio Espejo y también en la autorizada opinión de André Coyné, que dedicó cinco décadas a estudiar la poética de Vallejo, el poeta se queja de la rapidez con que los guardias les hacían defecar en las letrinas que estaban fuera de la celda. Vallejo estuvo preso 112 días, luego de unos desórdenes en los que nunca se supo si estaba de veras involucrado. Esta interpretación no excluye otras de carácter simbólico. Abonan esta interpretación los términos “guano” y “mantillo”.

Meo Ziglio ve además en el vocablo “tesórea” la presencia implícita de “estercórea”, avalada solo por el contexto. Larrea piensa que “grupada” sería el golpe de grupa con que defecan las aves. La petición reiterada amén de la bulla del primer verso y las seis de la tarde que resaltan LOS MÁS SOBERBIOS BEMOLES (mayúsculas al servicio de la emoción poética) parecen confirmar un contexto reiterativo y reclamatorio en que las islas, la península y el salobre alcatraz fueran alegorías ácidas del poeta prisionero. El tiempo se ha vuelto absurdo porque “tarde” es “temprano” y esta ruptura lógica será constante a partir de entonces en la poética vallejiana, que no soporta una existencia sin Dios.

Difícil interpretación la de este poema que, como muy bien señalan Marco Martos y Elsa Villanueva, “señala una voluntad de abandono de los temas modernistas”, que todavía aparecían en Los heraldos negros. Vallejo arranca belleza a lo feo, decía Coyné, pero sin hacer alarde de poeta maldito ni se ofrece a la truculencia. No es un juego sino una inmersión en lo profundo del alma:

“Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo -confesaba Vallejo en carta a Antenor Orrego-, temeroso de que todo vaya a morir a fondo para que mi pobre alma viva”.

“Tal vez nadie entienda cabalmente el poema pero Vallejo es preciso, exacto, trabaja el lenguaje sabiendo que las palabras no significan por azar. Bergamín destacaría en Vallejo su arraigo idiomático castellano, su carácter intraducible, al mismo tiempo que desistía de cualquier explicación. Luis Monguió abunda en la idea, porque le parece imposible explicar “línea por línea, connotación por connotación” porque para él hay que abandonarse a la magia “a la razón profunda de su sinrazón aparente”. La magia existe pero está hecha de palabras por lo que la única vía de entendimiento, la que siguen Martos y Villanueva, es la de percibir el significado de cada verso y cada sílaba en el conjunto enredado y confuso de los 77 poemas.

Todas las ediciones mantienen la frase “calabrina tesórea” de este poema de la defecación que inicia el libro. Frases así hacen hablar a Ricardo Silva Santisteban de “verbo descoyuntado”, y Francisco Bedezú llegaba a la huachafería de llamarlo “libertinaje verbal”. Sería un derivado de “tesoro” inventado por Vallejo, igual que en otro poema escribe “gozna”, por “gozne”, o “ennazala” con la mezcla de “nasal” y “bozal”. Hace ya cuatro décadas que Corpus Varga sugería que en realidad decía “calabrina tesonera”, vocablo bastante usual en todo el norte del Perú. El diccionario lo define aplicado solo a personas, pero aquí puede ser el frío, el viento, o lo que sea. Víctor Borrero, en “El resplandor al final de la calle” describe “un páramo tesonero que se resistía a alejarse”. Y a Vallejo le gustaban esas palabras tan usuales y propias de su tierra natal: “relente”, “celajes”, “poña”…

Por último, “calabrina” no es diminutivo de “cable” o “calabre” como piensan Martos y Villanueva, y pese al contexto insular no vale aquí ese italianismo náutico. Calabrina es el olor a muerto, los efluvios pestíferos (“cadaverinada”), aquí persistentes, tesoneros. La interpretación es muy plausible (mucho más que pensar en tesoros isleños, por cierto), porque se habla de islas guaneras como letrinas y muladares, y ese reclamo que reanuda el poeta, para emprender la travesía de sus versos, no debe ser otro que el de suplicar a todos silencio para que brote la voz desde lo hondo de la emoción –un sentimiento sordo de dolor y desolación en el momento más grave de su vida–, para que la palabra del hombre hable en medio de la pestilencia, si es que no es la poesía también excremento salitroso en la península de la existencia o frente al océano de la historia.

Los primeros poemas de Trilce fueron tal vez los más trabajados por el poeta, pero el impresor tuvo que volver a componer los primeros pliegos para encajar el prólogo. Tal vez entonces el impresor equivocó “tesonera” por “tesórea”, o tal vez Vallejo siempre quiso decir “tesórea” y no “tesonera”, o acaso le gustó el despiste, pero nunca podremos resolver el enigma. La exposición que acogió la Pinacoteca Municipal permite ver algunos manuscritos con correcciones de puño y letra de Vallejo: la magia y el esfuerzo de su espléndida creación, donde nada (o tal vez casi nada) es fortuito.

La carátula de la primera edición de Trilce tiene un dibujo del poeta original de Víctor Morey y una caligrafía estilo helénico.

La segunda edición de Tilce se publicó en Madrid en 1930, a instancias de Larrea con un prólogo de José Bergamín y una presentación de Gerardo Diego.

Docente.

Facultad de Humanidades.

Universidad de Piura.

Artículo publicado en el suplemento SEMANA, diario El Tiempo, domingo 12 de febrero de 2012.

 

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