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Jun

2025

Ocio y ociosidad no son lo mismo. Aunque ambas palabras tienen una raíz compartida, su significado, en la actualidad, es diferente.

Por Alberto Requena. 09 junio, 2025. Publicado en el diario El Peruano, el 24 de mayo del 2025.

Ser ocioso supone decir que una persona no es laboriosa, que pierde tiempo en cosas improductivas. De hecho, su equivalente, la pereza es uno de los siete pecados capitales de la tradición occidental. En la antigua Roma, el otium era el tiempo dedicado a las tareas del espíritu, como estudiar, filosofar, contemplar o disfrutar del arte. Sin embargo, esto se les permitía solo a los aristócratas, no a todos los habitantes. Por su parte, quienes se negaban a tener esos tiempos libres y los destinaban a otras tareas como el trabajo, el comercio o el emprendimiento, se dedicaban al negocio. Sí, el negocio era la actividad que negaba esos espacios libres para el cultivo del alma, para dedicarlos a otras tareas, digamos, productivas.

Hoy en día se reclama el ocio con mayor ahínco. En su libro La sociedad del cansancio (2012), el filósofo surcoreano Byung-Chul, galardonado con el premio Príncipe de Asturias en la categoría de Comunicación y Humanidades, expuso que nos hemos convertido en esclavos de nosotros mismos. Hemos renombrado esta autoesclavitud y la llamamos éxito. Con ello disfrazamos la triste realidad de habernos convertido en seres humanos carentes de un pleno sentido de la vida. Somos personas ocupadas, sin tiempo para cosas importantes. Hemos creado una nueva categoría: el Homo weekend, que espera ansioso los fines de semana y las vacaciones anuales para acudir a un centro comercial en donde intentará entretenerse para, luego, volver a su rutina semanal del éxito prometido.

Cierto o no, exagerado o realista, el mundo contemporáneo es un espacio de agitación. Vamos de lado a lado sintiendo que hacemos cosas relevantes a cada momento como si tuviéramos la necesidad de ser reconocidos o validados socialmente por ello. Incluso, existe una expresión para denominar el temor a no estar actualizado. Los más jóvenes le llaman FOMO (Fear of Missing Out), es decir, miedo a perderse de algo que está pasando o es tendencia mundial. Pero, ¿esto debe ser así?, ¿debemos estar ocupados en cada momento?, ¿es esta la promesa del desarrollo humano? Afortunadamente, un mundo globalizado también ofrece oportunidades. Desde hace unos años se viene promoviendo la tendencia de lo slow, es decir, realizar el día a día sin el ritmo estruendoso y vertiginoso de la vorágine actual.

El ocio no es solo una palabra, es una categoría dentro de las políticas públicas. De hecho, hay centros universitarios que utilizan el ocio como una propuesta para recobrar ese antiguo sentido del cultivo del espíritu. Así, por ejemplo, el profesor Manuel Cuenca –fundador del Instituto de Estudios de Ocio– en su libro Ocio humanista (2000) señala: “El ocio puede estudiarse y analizarse desde paradigmas distintos. Desde un punto de vista objetivo se confunde con el tiempo dedicado a algo, con los recursos invertidos o, simplemente, con las actividades. Desde un paradigma subjetivo resulta especialmente importante considerar la satisfacción que cada cual percibe en su vivencia. Subjetivamente, la palabra ocio es un sinónimo de ocupación gustosa, querida y, por consiguiente, libremente elegida”.

Así, una persona puede dedicar su tiempo al ocio en diferentes manifestaciones culturales. Puede aprender a jugar ajedrez, salir a trotar por el parque o a excursiones campestres, dedicarse a voluntariados, leer libros, asistir a festivales de cine o, simplemente, sentarse en una silla a orar o meditar. Sin embargo, el ocio, a pesar de todo lo mencionado, tiene enemigos: nosotros mismos. Tildamos a quienes se detienen a mirar el mundo y reflexionar sobre él como sospechosos de improductividad. Cada vez que vemos gente contemplando un paisaje hermoso o conversando vívidamente cara a cara pensamos asombrados cómo pierden el tiempo. La lógica del éxito y del hombre productivo hacen ver al ocio bajo la lupa de la duda.

El profesor Roberto Igarza, en su libro Burbujas de ocio. Nuevas formas de consumo cultural (2012), ya advertía del ritmo de las grandes ciudades. Tratar de leer, componer, imaginar o escribir se están convirtiendo en tareas cada vez más complicadas de realizar. Casi parecen actividades de lujo. Necesitamos aprender a no sucumbir. Tenemos redes sociales y artilugios tecnológicos que más de las veces no sabemos utilizar. Estamos embriagados digitalmente y no queremos aceptar la realidad. Algunos países nórdicos ya han retirado de su sistema educativo las tabletas y laptops para sus jornadas escolares. El reciente apagón general en España permitió recordar cómo es una vida analógica, con unas horas de descanso de lo digital. El ocio no está peleado ni debe estarlo con la tecnología. Depende de nosotros saber orientar su uso para no caer en la ociosidad; debemos educar el ocio.

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