País de Jauja, de Edgardo Rivera Martínez

Por , publicado el 25 de febrero de 2014

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Crisanto Pérez Esain
Universidad de Piura

La ciudad se derrumba y yo cantando, dice el trovador cubano Silvio Rodríguez en “Te doy una canción”, y algo de eso debió de sentir Edgardo Rivera Martínez cuando escribía esta novela a comienzos de los años noventa, mientras nuestro país parecía derrumbarse en pedazos por la sinrazón terrorista y una crisis económica sin puerta de salida de emergencia.

Entonces, tuvo que ser entonces, este escritor que ya había dado sobradas muestras de su talento sobre todo en el relato breve (de sus Cuentos del ande y la neblina recomiendo «Ángel de Ocongate», «Adrián» o la inquietante «Lectura al atardecer»), nos contó a lo largo de más de seiscientas páginas el verano de Claudio Alaya, en el que un adolescente de catorce años emprende la búsqueda de su propio modo de ser, teniendo como pautas para resolver el enigma de su existencia un bagaje de lecturas del que sobresalían la Iliada y la Antígona de Sófocles, una curiosidad insaciable sobre el pasado familiar y el futuro propio, unos amigos mucho más adolescentes que él mismo y una familia particular, diferente al medio que habitaba, consciente también de que Jauja es algo más que un escenario, un lugar donde todo (lo bueno, incluido el descubrimiento del amor) es posible. La novela es un diálogo continuo entre el Claudio Alaya adulto y el que habita sus recuerdos del verano de 1947. Así se explica la narración en segunda persona que predomina en la novela, una larga evocación que se alimenta de la lectura de los diarios personales, del cuaderno de notas del joven Claudio y de las cartas que se escribe con su hermana Laura.

Esa fuga de la realidad caótica en que vivía Rivera Martínez y todos los peruanos en aquellos años se convierte, conforme avanzamos la lectura de la novela, en la clave que puede dar solución al país, basada en el diálogo entre diferentes culturas que crecen no solo en nuestra sociedad, sino incluso dentro de nosotros mismos, y que le permiten a Claudio descubrir a Elena de Troya en la bella paciente del sanatorio jaujino o entender la trágica muerte de Antenor, el amor juvenil de su tía Euristela y su entierro en las cimas de Raupi, antiguo cementerio incaico, a la luz del conflicto trágico entre Antígona y Creonte en la obra de Sófocles.

Todo ello confluye en las últimas escenas, en las que Claudio, aprendiz de organista, fusiona en una melodía interpretada con el órgano de la iglesia de Jauja en la misa de difuntos por sus tías Ismena y Euristela, la solemnidad del instrumento religioso con la música de la huaylijía, los pasacalles y los yaravíes locales, “en una exaltación que no es ya de la muerte sino de la vida” (659).

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