Las inquietudes de Shanti Andía, de Pío Baroja

Por , publicado el 5 de julio de 2016

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España practicó el colonialismo antes que la novela. Tal vez por ello no llegara luego a florecer en castellano la novela de aventuras, género que a partir del siglo XIX cuenta en inglés con clásicos como Stevenson, Rider Haggard o Conrad, y en francés como Verne o Pierre Benoit. Aunque en la actualidad se vaya compensando esta carencia, lo cierto es que en nuestra lengua apenas disponemos de ficciones clásicas sobre viajes a tierras vírgenes, exploraciones, naufragios…

El vacío lo suplió en cierta manera, a principios del siglo XX, el novelista Pío Baroja (1872-1956). Un escritor prolífico, pre-existencialista, desaliñado en su estilo pero muy exitoso en su día y admirado por autores del renombre de Camilo José Cela o Ernest Hemingway. Miembro de la llamada “generación del 98”, sería por su rechazo al estatismo y aburguesamiento de la sociedad española de su tiempo que se fijó en otras tradiciones literarias y, también, en la España romántica de principios del siglo XIX. Aquella época de conspiraciones, revoluciones y guerras civiles le pareció rica en hechos novelescos y aventureros, y a ella dedicó una copiosa producción narrativa entre la que podríamos destacar Zalacaín el aventurero o sus series Memorias de un hombre de acción y El mar.

A esta última pertenece Las inquietudes de Shanti Andía (1911), novela que refleja la mencionada tensión entre la monotonía cotidiana y el dinamismo de la vida viajera. El protagonista es un aventurero… retirado, y parece que más bien tímido: aunque es un capitán de barco que ha navegado hasta el Extremo Oriente, las aventuras marítimas en que más se demora son las de su infancia en el pueblecito de Lúzaro, vividas o narradas por adultos fantasiosos como su tía Úrsula o el viejo Yurrumendi. Más tarde, sus turbulentos amores de juventud (duelo incluido) en Cádiz le ocuparán menos espacio que el comparativamente plácido noviazgo con su futura esposa Mary.

La vida del “hombre de acción” de Shanti se reduce, como vemos, a lo imaginado o recordado. Para el cuerpo principal de la novela, el protagonista se reserva sin embargo una función investigadora: la de reconstruir por diversos testimonios la vida de su misterioso tío Juan de Aguirre. Este se erige en el verdadero aventurero de la historia, que abandona Lúzaro en la niñez de Shanti y se verá envuelto en una turbulenta historia de amores desgraciados, cambios de identidad, tráfico de esclavos, reencuentros, motines, piratería y enfrentamientos con indígenas. Una vida salvaje y amoral, en suma, con su cierto atractivo dentro de los terribles episodios que narra… precisamente por ser narrados. Lo cierto es que Shanti, en cierto momento, se encuentra con la oportunidad de partir en busca del tesoro ocultado por Aguirre, pero rehúsa. Incluso arroja al mar, muy significativamente, las dos perlas que le obsequian como parte del botín.

El capitán don Santiago de Andía prefiere siempre ser, en definitiva, el plácido Shanti, alter ego de muchos lectores y tal vez del propio autor (que lo convirtió de hecho en imaginario narrador o editor de otros relatos suyos). Es decir, arquetipo de un soñador que disfruta de la rutina de su hogar y de su aldea, pero que deja a una parte de su alma imaginar peligros y nuevos horizontes. En este sentido, Las inquietudes resulta un libro inesperadamente poético: el proverbial descuido estilístico de Baroja aquí es más bien un ejemplo de prosa sobria y que sabe a sinceridad.

Manuel Prendes Guardiola
Universidad de Piura

8 comentarios

  • Carlos A. Gainza dice:

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  • Debería echar un vistazo a autores como Francisco Navarro Villoslada, escritor y periodista español del siglo XIX de extraordinaria calidad y riqueza léxica cuyas novelas de aventuras e históricas convendría que leyerais en Perú antes de decir tonterías sobre el colonialismo.
    Saludos desde Bélgica con las mejores intenciones.

  • Manuel Prendes dice:

    Supongo que el bienintencionado comentario se debe a la poca consideración de mi artículo con la memoria Navarro Villoslada, y no a su origen peruano. Efectivamente, don Francisco es un autor poco leído en el Perú, aunque adivino que tampoco goza de demasiado público en Bélgica.
    Efectivamente, al referirme al género literario de la novela de aventuras, no tuve en cuenta que a este podía también asimilarse al de la novela histórica follestinesca que predominó en el siglo XIX, con elementos que podrían considerarse de aventuras. A falta de “tierras vírgenes, exploraciones, naufragios”, presentan persecuciones, desapariciones y reencuentros, duelos, misiones… Perdón si subestimé estos elementos frente a los históricos que tantas páginas ocupan de estas narraciones, cuyos modelos evidentes y duraderos habrían sido Walter Scott o Alexandre Dumas. En España no les faltaron seguidores; yo ya dediqué otro día una recomendación a “El señor de Bembibre”.
    Sin embargo, aun aceptando “novela histórica” por “novela de aventuras” (pulpo como animal de compañía, dicen algunos en España), no me desdiría de la afirmación sobre la falta de ficciones aventureras “clásicas” anteriores al siglo XX, porque no me atrevería a otorgar a ninguno de los cultivadores del folletín romántico la categoría de “clásico”: ni a Trueba y Cossío, ni a Gil y Carrasco, ni al Larra de “El doncel de don Enrique el Doliente”, ni a Luis de Eguílaz, ni a Manuel Fernández y González, ni siquiera a Navarro Villoslada. En esto de definir “clásico” me atengo bastante a la definición de Italo Calvino, y por tanto no me parece que “clásico” signifique lo mismo que “antiguo”: lo cierto es que dichos novelistas no han perdurado ni influido de manera considerable en el transcurso de la literatura posterior. La gran novela española decimonónica fue por otros derroteros menos exóticos, los del realismo de Pardo Bazán, Pereda, Clarín, Palacio Valdés o Galdós (cuyas dos primeras series de “Episodios nacionales”, por cierto, sí podrían tener características de novela histórica, aventurera y folletinesca…).
    En cuanto a la aparentemente urticante alusión al colonialismo, admito que con ella deseaba provocar una réplica, aunque acompañada de algún argumento. Aquí está el mío: la novela de aventuras, entendida tal como consta en el primer párrafo de la recomendación, está ligada a la expansión colonial de las naciones occidentales. Es decir, al periodo en que los relatos reales de azarosos viajes en pos de descubrimientos geográficos, conquistas políticas o ganancias económicas dan lugar a relatos imaginarios con elementos parecidos, entre los cuales no es el menor la lucha contra la misma naturaleza hostil (elementos, fieras… y nativos). Dichos elementos, España los recogió en su literatura antes de haber desarrollado el género de la novela: lo hizo en las crónicas de Indias a partir del siglo XVI, es decir, cuando construyó su imperio dos siglos antes que otras naciones, para perderlo justo cuando estas llevaban a cabo su gran expansión en el XIX.
    Agradezco mucho la ocasión que me ha dado de explicarme. Casi me vale por otro artículo.

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