La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares

Por , publicado el 5 de septiembre de 2017

En una isla desierta y de vegetación moribunda, se dice que infestada por una peste mortal, desembarca un fugitivo de la justicia. Este encuentra allí instalaciones de alojamiento y recreo abandonadas desde hace décadas; también una maquinaria de finalidad indescifrable, al parecer activada por el flujo de la marea. Pronto, como no podía ser de otro modo, descubre que no está solo en la isla: esta se ve extrañamente invadida por excursionistas que visten ropa pasada de moda, bailan viejas canciones, juegan tenis o se bañan despreocupadamente en la cenagosa piscina.

Adolfo Bioy Casares (1914-1999), uno de los muchos grandes escritores argentinos del siglo XX que hay para escoger, aprovechó para urdir esta breve novelita de 1940 mimbres que podían resultar familiares al lector de relatos de misterio y aventura. La isla inaccesible y sus misteriosos fenómenos evocan a Verne o H. G. Wells, así como el personaje de Morel, científico visionario que atribuye a su genio, en última instancia, el poder de superar la conciencia moral. Por otra parte, la observación serena y analítica de los hechos más inexplicables, en busca de la clave que los descifre, emparientan al Fugitivo, héroe y narrador, con las mejores ficciones de Poe o Maupassant.

Pero el desenlace de la historia, en este caso, no será inmediato a la resolución de los enigmas de la isla de Morel (los cuales, por muy clásico que a estas alturas sea el libro de Bioy Casares, es más prudente ocultar aquí). El protagonista se enamorará de Faustine, la muchacha a la que ha estado espiando en sus paseos por la isla y cuya atención ha tratado de atraer. Para entonces, La invención de Morel ha devenido un relato de amor, que registra los vaivenes sentimentales de un amante al mismo tiempo audaz y tímido, que fantasea e idealiza al no poder comunicarse abiertamente, interpretando a su favor los menores gestos de la amada y sufriendo ante su ausencia celos o remordimientos. El descubrimiento de la terrible verdad (que, insistimos, no encontrará el lector en esta recomendación) no hace sino avivar la pasión del protagonista, a fuerza de voluntarismo cuando le falta la esperanza (“Quiero a Faustine: Faustine es el móvil de todo; temo que esté enamorada: demostrarlo es la misión de las cosas”).

A menudo se pondera el poder anticipatorio de ciertos relatos de ciencia-ficción, en cuyas páginas aparecen avances tecnológicos o hábitos sociales de los que han sido testigos las generaciones posteriores. Esta obra, más que el funcionamiento y efectos de la “invención”, adelantó un tipo de afectividad humana y tecnológica que vemos triunfar hoy en día. El sabio Morel entiende los medios de comunicación como “medios para contrarrestar ausencias”, es decir, más como satisfacción sentimental que puramente práctica. Se obsesiona con el registro de los alegres momentos de un último verano junto a sus amigos, momentos que confía a una inmortalidad… condicionada al suministro de energía de una máquina. Un siglo más tarde, el sueño de Morel –menos perfecto, menos letal, igual de ávido, pero más portátil– lo repiten muchos usuarios de las redes sociales.

El mismo protagonista acaba abandonándose a su hechizo: el conocido horror de los pueblos primitivos (como Uqbar, que según cuentan fue revelado a Borges por su amigo Bioy) por la representación, lo transforma el Fugitivo en una razón por la cual inmolarse y esperar la existencia de algo más, eterno y verdadero, detrás de la apariencia.

Manuel Prendes Guardiola

 

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