Historias de civilización (aparente) y barbarie (incesante): La guerra del fin del mundo, Los Sertones, Facundo, Tomóchic

Por , publicado el 8 de septiembre de 2015

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Podría resultar ocioso a estas alturas recomendar otra novela de Mario Vargas Llosa. Sobre todo si, como La guerra del fin del mundo, se trata de una de las más elogiadas del escritor peruano. Esta primera incursión de Vargas Llosa en el género histórico (1981) toma como base la guerra de Canudos, episodio que conmocionó el Brasil de finales del siglo XIX. Este conflicto de las fuerzas de la joven república con los yagunzos, los habitantes del áspero sertón de Bahía fanatizados por el extraño profeta Antonio Consejero, sirvió al novelista para dar forma a varias de sus inquietudes más constantes: la necesidad de crear ficciones que den coherencia al mundo en que existimos, y el peligro de que estas ficciones pierdan el sentido de la realidad cuando tratan de extenderse a la sociedad entera. Así, en un solo mosaico de perspectivas de los personajes se encaran la utopía del progreso, la del militarismo, la de la teocracia y la del socialismo anarquista.

La recomendación de esta novela no debería impedir, y de hecho debería alentar, la lectura del principal relato que se ha conservado de la guerra de Canudos, el titulado Los Sertones (Os Sertões, 1902). Su autor, el periodista Euclides da Cunha, redactó este clásico de la literatura brasileña poco después de los acontecimientos, como una crónica completa de la campaña y sus antecedentes. Al contrario que en La guerra del fin del mundo, que como buena novela posmoderna carece no solo de visión objetiva, sino de la pretensión de conseguirla, en Los Sertones predomina el punto de vista del bando “civilizado”, que sin embargo no tarda en desenmascarar sus debilidades. Todo el esfuerzo poscolonial por asemejar Brasil a la Europa se desmorona ante la amenaza de una realidad a la que vive de espaldas: el lucido ejército que sigue la bandera de “Orden y Progreso” se ve sucesivamente humillado por los vagabundos que invocan el nombre del “Buen Jesús”. Resurge la propia barbarie: los soldados superan en su mortífera brutalidad a los yagunzos, mientras que el fanatismo se desata en las ciudades contra los sospechosos de connivencia con el Consejero. La espléndida prosa y la viva narración de Euclides da Cunha, incluso traducida al castellano, hacen perdonar el pesado aparato ensayístico de los primeros capítulos. En ellos se intenta, de acuerdo con el darwinismo racista del XIX, explicar en términos de clima y herencia genética la degeneración de la raza autóctona mestiza, incapaz de asimilar la cultura europea. (Teniendo en cuenta que el propio Cunha era mulato, hay que perdonárselo doblemente).

La problemática de Los Sertones retoma y amplía la de otro célebre ensayo histórico en lengua castellana, el Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento. Esta biografía del caudillo Juan Facundo Quiroga se convierte en diagnóstico sobre el atraso americano: la enfermedad procedía de la naturaleza inculta y de la población mestiza de amerindios y españoles; el remedio estaba en la colonización según patrones europeos. Sarmiento, apasionado escritor formado en el romanticismo, tiene para su país grandes proyectos que pasan por el modelo de formación de los Estados Unidos: grandes masas de inmigrantes a cuya vanguardia se pone el hombre de la frontera, que podría ser el gaucho en Argentina igual que el trampero norteamericano de los relatos de Fenimore Cooper (aún no era el tiempo de los cow-boys). Sin embargo, el gaucho parece ponerse de parte de la antimodernidad detrás de caudillos rurales como el temible Facundo, un bárbaro de talento natural a quien, tal vez a su pesar, Sarmiento admira (para Euclides da Cunha, el Consejero era poco más que un objeto de curiosidad antropológica, mientras que Vargas Llosa lo revestirá de un misterioso aire de leyenda). Donde reconoce el verdadero obstáculo al progreso no es en las pampas sino en el mismo corazón de la ciudad de Buenos Aires, desde donde gobierna el cobarde tirano Juan Manuel de Rosas, amo y finalmente verdugo de Quiroga.

El sueño luminoso del Facundo, el de una patria unida, civilizada, poblada por laboriosos inmigrantes europeos, se formuló en la primera mitad del XIX. Recién salido de la centuria, el escritor brasileño ya veía con escepticismo las posibilidades de arraigo de esa nueva civilización que pretendía hacer tabla rasa con la herencia recibida; y no digamos ya, ochenta años después, Mario Vargas Llosa en una América convertida en avispero de cuartelazos y guerrillas.

Añadiré un cuarto ejemplo del convulso siglo XIX, de menor ambición y fama pero muy digna altura como clásico de las letras mexicanas. Tomóchic (1893), de Heriberto Frías, relata hechos históricos curiosamente paralelos a los de Canudos: heterodoxia religiosa y fanatismo frente al estado liberal, rebelión armada inesperadamente eficaz, resistencia numantina que lleva al aniquilamiento de la población por los militares. Frías, aunque también fue testigo presencial de los hechos, era novelista antes que reportero, y así en Tomóchic se acoge a la ficción con toques sentimentales, y entrevera el destino personal de su impresionable alter ego Miguel Mercado, joven oficial, con el relato atroz de la contienda en forma de cuadros aislados y expresivos, que anticipan la futura novela de la Revolución Mexicana.

Puede que en estos tiempos de choques de civilizaciones, a las puertas de casa o dentro de ella, entre occidente y oriente, capital y provincia, industria y campo, por tomar el nombre de Dios en vano o por la agonía de tantas comunidades ante los proyectos que otros toman para ellas, no esté de más recordar que el problema viene tomando forma desde hace tiempo. Aquí tenemos unas pocas de sus profundas huellas literarias, que merecen recuerdo y relectura.

Manuel Prendes
Universidad de Piura

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