Las Soledades de Antonio Machado

Por , publicado el 8 de julio de 2025

Podrá haber poetas en lengua española más universales que Antonio Machado (1875-1939), pero pocos más universalmente respetados. Ya no hay quien le quite la atención de la crítica y de la historia literarias, y también es innegable su huella en la obra de muchos poetas posteriores. En cuanto a su presencia popular, es mayor de la que le suele tocar a ningún poeta, lo que debe en buena medida a su presencia en los manuales escolares –la mayor garantía de inmortalidad entre los vaivenes del mercado editorial–, y también a la adaptación musical de sus versos.  

La obra poética machadiana es parca en volúmenes, y cabe perfectamente en uno solo. La trabajó incesantemente desde su primer libro, Soledades, galerías y otros poemas (1907), muchas veces revisado desde la primera edición de 1903 titulada, simplemente, Soledades. Formado en la estética del Modernismo, Machado se alejó de la retórica exuberante de los imitadores del maestro Rubén Darío para revelarse más bien como un aventajado heredero del simbolismo, apelando en sus versos a la subjetividad y a un universo personal de imágenes en las que se invita a participar al lector. Uno de sus símbolos recurrentes es el jardín, presentado no como un espacio palaciego o fabuloso como los de Darío, sino como abandonado e íntimo, que suscita la nostalgia. Esta conduce también en varias composiciones a la memoria de una infancia ideal (“¡Alegría infantil en los rincones / de las ciudades muertas!…”), aunque también frágil e indefensa (“… el niño que en la noche de una fiesta / se pierde entre el gentío…”), que se suele contraponer a un universo de madurez desilusionada.  

Aparece también de continuo el símbolo del agua. Quieta y dormida en el estanque del jardín, como imagen de melancolía, contrapuesta a la fecunda vitalidad del agua en movimiento: la fuente o la noria del huerto. Aún está lejos un futuro y poderoso símbolo machadiano como el del mar; bajo la forma de la lluvia, por otra parte, traslada al lector la sensación de la monotonía existencial (en “Recuerdo infantil”).  

El poeta prefiere evocar en sus poemas ambientes humildes, decadentes y provincianos. Brilla en ellos, sin embargo, una promesa de esperanza: llega la primavera; por imaginarias galerías se acercan las nuevas ilusiones y, desde cierto apartado del libro (“Del camino”), el peregrinaje pasa a ser la idea recurrente: vivir es caminar. Un camino hacia la muerte (“… Mas Ella no faltará a la cita”), pero también hacia el ensueño (“… Allí te aguardan / las hadas silenciosas de la vida, / y hacia un jardín de eterna primavera / te llevarán un día”): igual que partieron, las ilusiones pueden regresar. 

No falta en Soledades el tema amoroso, normalmente como recuerdo del desengaño (“En el corazón tenía / la espina de una pasión; logré arrancármela un día: / ya no siento el corazón”), pero también como ilusión y anhelo (“¿Eres la sed o el agua en mi camino?”). Y, pese a lo que pueda parecer por lo comentado hasta ahora, tampoco falta el humor, normalmente bajo las formas de la canción y de la copla popular (“¡De amarillo calabaza, / en el azul, cómo sube, / la luna, sobre la plaza!”). 

En definitiva, Antonio Machado abandona toda grandilocuencia en beneficio de una progresiva desnudez y hondura meditativa; menos interesado por el brillo que por la transparencia. Que por dejar como legado, como él mismo escribió, “unas pocas palabras verdaderas”. 

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