El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias 

Por , publicado el 14 de mayo de 2021

Casi debería comenzar esta recomendación pidiendo disculpas, pues quizás muchos buscan en esta orilla de las letras un remanso de paz política, cansados del estupor perpetuo al que nos vemos sometidos por las redes sociales y los medios de comunicación nacionales desde mucho antes de que comenzara oficialmente la campaña electoral. Y sin embargo, la literatura tiene también algo que decir. Sin tomar partido, o tomando partido siempre por la literatura, El Señor Presidente (1946), del escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias, es un buen ejemplo de que las bellas letras pueden hablar de cualquier cosa, y también de política o, si se prefiere, de las consecuencias de su ausencia en un mundo roturado por el ejercicio cotidiano de la violencia.

«…¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! (…) ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbre…, alumbra…, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbre…, alumbra…, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbra, alumbre…!». Sus primeras líneas imitan el redoble de las campanas de la catedral que sirven para abrir las puertas a un mundo turbio en el que reina la maldad y el ejercicio violento del poder por el poder. Se trata del mundo de Manuel Estrada Cabrera, dictador de Guatemala durante casi de veinte años. Un universo creado a su imagen y semejanza, que va a quedar descrito en una novela que en 1946 abrirá un género temático en las letras hispanoamericanas, el de las novelas de dictador, en el que predomina la experimentación formal con la riqueza polifónica de voces, puntos de vista y discursos y el uso de la exageración y la parodia, como en la novela de Asturias con el esperpéntico retrato del dictador o de sus ayayeros en algunos pasajes que, no por haberlos leído tantas veces dejan de invitar a la risa: «¡Viva el Señor Presidente Constitucional de la República, Benemérito de la Patria, Jefe del Gran Partido Liberal, Liberal de Corazón y Protector de la Juventud Estudiosa!…».

Más allá de lo anterior, de la manera en que el autor, como ya había hecho en sus Leyendas de Guatemala (1930), juega con el lenguaje para cargarlo de sentidos variados y a veces contradictorios, se debe destacar sobre todo el retrato de una sociedad que, a ratos infantilizada, a ratos idiotizada, se muestra temerosa del poder y siempre atraída y fascinada ante él, capaz de cualquier cosa por disfrutar de sus prebendas, aunque aquello implique la pérdida de su humanidad.

Esos rasgos serán tomados por otros autores y para la creación de otras novelas años más tarde, como Roa Bastos y Yo, el Supremo (1974), Alejo Carpentier y su Recurso del método (también en 1974), García Márquez y El otoño del patriarca (1975) o La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa (2000), que ya antes había hecho un retrato muy completo de las contradicciones morales de la sociedad peruana bajo el gobierno de Manuel Odría con Conversación en La Catedral (1969). En todas ellas, además de la figura del dictador, se muestra la de una sociedad que no solo lo hace posible, sino que, fascinada, atraída por la tentación perpetua del terror y la maldad, la alienta, la hace propia, la sufre con la misma vocación por el fracaso con que la alimenta. Sin olvidarnos del Nostromo (1904) de Joseph Conrad o del Tirano Banderas (1926) de Valle Inclán, necesarios precursores del género, las campanas que redoblan al comienzo del Señor Presidente abren una nueva dimensión para las letras hispanoamericanas, un mundo del que conviene saber sobre el papel, pero cuyas puertas deberían cerrarse para siempre.

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