El Caballero Carmelo, primer libro de Abraham Valdelomar

Por , publicado el 21 de febrero de 2022

Razón tienen los estudiosos en afirmar que la narrativa moderna en el Perú se inicia con la clásica y memorable obra El Caballero Carmelo, primer volumen de cuentos de Abraham Valdelomar (Ica, 1888 –Ayacucho, 1919). Relatos como «El vuelo de los cóndores» y «El Caballero Carmelo», que ya habían aparecido en diversas publicaciones periódicas de la época, merecían, por voluntad de su autor, reunirse en un obra especial: «Ofrecemos hoy a nuestros lectores este cuento inédito de Abraham Valdelomar, uno de los que forman su libro próximo a publicarse […]» (La Opinión Nacional, [Lima] 28 de junio de 1914. pp. 21-22).

De los variados tipos de relato que había cultivado, Valdelomar realiza una cuidadosa selección. Además de los dos cuentos criollos mencionados líneas arriba, encontraremos «Hebaristo, el sauce que murió de amor», «Los ojos de Judas» y «Yerba Santa». De sus Cuentos yanquis  —historias con una visión irónica del hombre moderno— se recogen «Tres senas; dos ases» y «El círculo de la muerte»; y bajo la categoría de Cuentos chinos —relatos de tono sarcástico y carácter político—, todos. Acompañan a estas obras un cuento cinematográfico, «El beso de Evans», un cuento fantástico, «Finis desolatrix veritae», y el relato «Chaymanta Huayñuy» —enmarcado en el contexto de leyenda incaica— de Los hijos del Sol.

Cada narración carga con su propia historia; lleva a cuestas su propio destino, sus angustias y experiencias. Por ejemplo, en «El Caballero Carmelo», relato que da nombre a la antología, la trama nos conduce a buscar, en el pasado no muy lejano, los valores que sustentan la vida familiar, y que representan el carácter de una sociedad provinciana tradicional: hermandad, alegría compartida, respeto y consideración por los que nos han regalado la existencia o nos la recrean. Asimismo, y dentro de este sólido círculo rutinario, se alza la figura de un memorable animal doméstico, el Caballero Carmelo, como un ícono que estrecha el vínculo del pasado vernacular con la identidad nacional mestiza.

En «Hebaristo, el sauce que murió de amor», la alegoría es el mejor recurso estilístico que el autor ha podido emplear para representar dos vidas paralelas marcadas por la desilusión, el dolor y la ausencia. En esta historia, es un sauce adulto el que encarna la frustración y la angustiosa espera de la tan deseada felicidad; mientras que en «El vuelo de los cóndores», es la sensibilidad de un niño la que nos acerca a la comprensión de la crueldad que existe en algunos seres humanos. Este entrañable relato también nos lleva a entender que solo con la pureza del corazón se es capaz de discernir el bien del mal y que con la sencillez de la mirada se puede llegar a ser compasivo.

Por otro lado, el cuento fantástico «Finis desolatrix veritae» no puede tener mejores protagonistas que dos cadáveres: condición final del ser humano. Aquí la desolación de saberse muerto conduce a uno de ellos a recurrir a Cristo para la salvación de su alma, para la redención de sus pecados; solo así su espíritu ansioso encontrará la paz y el descanso que persigue. Este cuento fantástico es, sin duda, bastante desesperanzador.

Finalmente, todos los cuentos, forman una unidad artística al compartir los valores esenciales de la condición humana que el autor recoge y expone con la genialidad de su talento literario: las analogías consistentes («Como el sauce era árbol que solo servía para cobijar a los campesinos a la hora cálida del mediodía, Mazuelos solo servía en la aldea para escuchar la charla de quienes solían cobijarse en la botica […]»), las deprecaciones de honda reflexión («Recemos, por Dios, recemos […]. Recemos, señor, recemos; sed piadoso, sed creyente; tal vez por nuestra falta de fe, él no nos escucha») y el bien cuidado lirismo («Tantas cosas, tan bellas, que están muertas como la buena abuelita y como el pobre Manuel y como mis ilusiones de esos días y como esas mañanas de sol que yo no he vuelto a ver nunca y como todo lo que es bello, y juvenil; y que pasa, y que no vuelve más…») nos hablan de la soledad del hombre moderno, de la búsqueda incansanble de la infancia —o inocencia perdida—, del abandono y del constante cuestionamiento del sentido de la existencia.

Fuente: Loqueleo

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