Casa de ladrillos, torre de marfil:Las memorias de Mamá Blanca

Por , publicado el 8 de julio de 2024

Aunque andariega y cosmopolita a lo largo de su corta vida, Teresa de la Parra (1889-1936) dejó en su obra predilecta, Las memorias de Mamá Blanca, una bella evocación de la vida campestre en su natal Venezuela. Bella con la belleza que le otorgan sucesivas gotas de idealización: la narradora recuerda su infancia desde la ancianidad, la prosperidad desde su presente humilde, y su arcádica hacienda Piedra Azul desde la experiencia de una vida que se adivina bastante agitada, aunque, sin embargo, no haya dejado en su alma la huella que esos breves —pero absolutos— días de la niñez.  La verdadera patria es la infancia, dicen siempre que dijo Rilke. Hay que pensar que, además, la destinataria de estas Memorias resulta ser otra niña, gracias a la que la dulce Mamá Blanca parece reconciliarse con la que ella misma fue, un alma gemela con la que recrea la felicidad del pasado frente  a un presente donde “los viejos estorban”. 

Antes que una historia, el relato de Mamá Blanca es un lugar. Un lugar, sus habitantes y unas pocas anécdotas encantadoras (o encantadoramente narradas) que retratan un mundo en armonía y libertad, sin más complicación que el permanente forcejeo con las figuras de autoridad de la familia. Estas tampoco resultan demasiado recalcitrantes, por otro lado: el padre, cortés, serio y distante, delega el poder en la mamá; esta, encantadoramente cursi y romántica, parece reservarse la tarea de cultivar en sus hijitas belleza y fantasía, y delega a su vez las bregas de la crianza infantil en la inapelable autoridad de la mulata Evelyn.  

Para las seis princesas que habitan la casona, Piedra Azul es un reino de cuento de hadas que recorren con maravilla y regocijo, disfrutando de sus travesuras, sus juegos asilvestrados y de la conversación de personajes reales y al mismo tiempo fabulosos: el estrafalario primo Juancho; Daniel, vaquero y cantor; Juan Cochocho, peón y asombroso curandero. Muy al fondo, se trasluce una realidad que las niñas aún no entienden, de decadencia de la vieja aristocracia rural, de pobreza y de endémicas guerras civiles. Lo sordo de esa realidad vuelve quizá más amargo el final de ese mundo de libertad despreocupada, representado por la nueva vida en Caracas que deja atrás (con su calle, su gentío… y su colegio) la hacienda, sin posibilidad de retorno porque el tiempo no regresa, y los tiempos modernos menos aún. 

Aunque no creo que haya lector con el corazón y el humor en su sitio que no vaya a gozar de las travesuras y nostalgias de Mamá Blanca, me parece que a quienes tocarán en los más íntimo será posiblemente a aquellos lectores urbanitas que, en alguna parte de su niñez, hayan conocido más o menos de cerca esa “llamada de la selva”, esa vida del campo que cada vez va quedándonos más lejos. También a aquellos que tuvieran durante esos años el regalo de unos adultos que les prestaran atención y compartieran con ellos las historias que vivieron, y también las que aprendieron de la tradición o la lectura. 

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