Ña Catita: color local y más

Por , publicado el 21 de septiembre de 2025

Será quizá por “culpa” de Lope de Vega, y del arrollador éxito de sus comedias en el siglo XVII, que el teatro en lengua española quedó durante varios siglos poco menos que obligado a expresarse en verso. Esto planteaba sin duda un desafío para los dramaturgos que aspiraban a representar tramas de ambientación realista o cotidiana, pero por eso mismo permitía, a aquellos que han pasado a la historia, lucir una habilidad versificadora que lograba incluso sorprendentes efectos de naturalidad. El registro cómico se benefició especialmente de ello. 

En el Perú, Manuel Ascencio Segura (1805-1871) es sin duda el más exitoso representante de esa “comedia de costumbres” que creó escuela a partir del siglo XIX, en la que, a través de conflictos familiares, se representaban “tipos” humanos y situaciones que al espectador contemporáneo no le costaba reconocer. Este costumbrismo oscilaba entre la crítica social y el cariño por un mundo propio que a menudo se percibía en trance de desaparición ante los nuevos aires de la modernidad.  

Un poco de todo ello tiene Ña Catita, la comedia más celebrada de Segura, estrenada en 1845 (en 1856 en su versión definitiva). Su trama parte del clásico choque entre el amor y el interés: doña Rufina, señora con más ínfulas que dinero para sostenerlas, pretende casar a su hija Juliana con don Alejo, un galán con ridículas apariencias de fortuna y sofisticación a la europea. La joven, sin embargo, ama al humilde y honesto Manuel, pretendiente al que estima también don Jesús, el padre de familia sin autoridad ninguna ante su esposa. 

De todas las caricaturas que se presentan o refieren de la vida limeña de su tiempo, como la desarmonía en las relaciones familiares o las modas, la más intensa y memorable es la concentrada en el personaje que da título a la obra. Ña (reducción popular de señoraCatita es una mujer de baja condición, varias veces viuda, que por necesidad se convierte en sobona confidente de doña Rufina. Beata e hipócrita, enredadora y parásita, no es ella quien sostiene el argumento principal, pero sí quien contribuye a enmarañarlo y protagoniza varias de las escenas más importantes. El conflicto, de hecho, da fin forzosamente cuando la intrusa es expulsada del hogar. Quizá sea Juliana, por contraste (y en conjunción con Mercedes, la también típica criada que es un modelo de ironía y fidelidad), el personaje que resulta mejor parado, como mujer juiciosa ante el engaño y capaz de manifestar su oposición a los planes de su madre. 

El desenlace, como en parte ya he adelantado y según marcan los cánones del género, es feliz —súbitamente feliz, al menos para quienes se lo merecen, y conlleva igualmente su enseñanza: la necesidad del respeto, la avenencia y el buen ejemplo en las familias; la crítica al derroche y a la obsesión por unas apariencias de las que conviene desconfiar. Todo ello en el triste marco de un panorama social donde reinan el engaño y el interés, tal como medita don Jesús en su monólogo: “¿Y quién no revuelve el mundo / por salirse con la suya? (…) / ¿Quién no enreda? ¿Quién no teje / en la farsa de la vida?” (acto IV, escena 10). 

Se ha presentado a menudo al carismático personaje de Catita como una suerte de Celestina peruana, y tampoco han faltado quienes han negado categóricamente el parentesco. Igualmente podríamos considerarla como una versión criolla y plebeya del Tartufo de Molière: en realidad, poco importan estas cuestiones de clasificación. Los clásicos suministran modelos universales, y, del mismo modo, se alimentan de lo universal de las pasiones humanas, en lo grande y lo pequeño. La gracia de Ña Catita trasciende su época y su país, y en última instancia debe todo al talento personal del gran comediógrafo que fue Manuel Ascencio Segura. 

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